Tan hambriento que perdí el apetito

No me gustan las salas de espera. Ahí los únicos sonidos que percibo son las respiraciones de las personas junto a mí, un par de susurros y el constante tic-tac del reloj en mi muñeca. El sol aún no sale, mis manos se congelan en los bolsillos de mi sudadera y mis ojos se empiezan a cerrar con voluntad propia cada pocos minutos pero me obligo a permanecer despierto una y otra vez. Estoy agotado.

—Roberto Estrada Ortiz.

El eco de mi nombre se repite en mi cabeza hasta perder sentido y necesito que la enfermera lo repita de nuevo para darme cuenta de que es mi turno. Me pongo de pie y el mundo se tambalea a mi alrededor. Después de un par de pasos vacilantes el consultorio me recibe con un fuerte olor a antisépticos. Se me revuelve el estómago y no soy capaz de responder al saludo del médico, solo logro hacer una mueca extraña e involuntaria al tomar asiento en la camilla.

—¿Qué lo trae por aquí?

Mi corazón se empieza a acelerar, lo siento latir en mi pecho, en mi estómago y en mi cuello. Estoy ardiendo.

—No estoy seguro, solo no me siento bien.

Me duele todo el cuerpo, un sudor frío empieza a formarse en mi espalda, los músculos agarrotados de mi pierna se mueven ligeramente por sí solos y tengo sed, mucha sed. Estoy aterrado.

—Por supuesto, ¿podría describirme sus síntomas?

—Siento que no tengo fuerzas, a veces pierdo la memoria: olvido lo que acaba de ocurrir justo después de que haya pasado, siempre tengo hambre pero a la vez un sentimiento de saciedad extremo, no podría comer ni aunque lo intentara, me cuesta trabajo dormir y también despertar…

Me siento demasiado grande para esta habitación, necesito salir de aquí. No hay suficiente aire, quiero respirar algo que no huela a hospital. Me empiezo a desesperar y detengo la descripción de mis interminables síntomas.

—Debe tener un gran coctel de bacterias.

¿Bacterias? ¿De verdad escuchó todo lo que acabo de decir? Esto no son bacterias.

Me duele la cabeza justo detrás de los ojos y siento en mis brazos el tímido hormigueo que indica que se me están quedando dormidos. Mi visión está extrañamente enfocada pero todos los sonidos se escuchan difuminados y lejanos.

Una violenta tos me sacude y todo a mi alrededor se oscurece.

Cuando recupero la consciencia mi cabeza da vueltas a una velocidad vertiginosa y no puedo mantener mis ojos abiertos por mucho tiempo, la camilla en la que ahora me encuentro recostado me parece muy cómoda, no sé cuánto tiempo llevo aquí. Escucho que el doctor está hablando pero no logro distinguir qué dice, solo soy consciente de que se acerca a mí con su estetoscopio.

Nos separan cuatro pasos. Tres pasos. Dos pasos. Y entonces lo percibo: un olor extraño que no me resulta familiar pero que me produce una sensación poderosa. Hambre.

Es un hambre distinta a la que he estado experimentando en los últimos meses. Justo ahora podría comer cualquier cosa.

Cuando el estetoscopio va en busca de los latidos de mi corazón mi cabeza se vuelve loca. Miles de pensamientos aparecen a la vez y desaparecen antes de que pueda terminar de procesarlos. ¿Qué me está pasando?

Confundido, alterado, hambriento y asustado, sin saber cómo o por qué muerdo el brazo del médico con todas mis fuerzas, antes si quiera de ser consciente de lo que estoy haciendo.

Mi boca se llena de su sangre, el sabor metálico calma la sed al pasar por mi garanta y la textura de su piel es tan suave que tengo ganas de seguir masticando, es justo lo que hago.

Un frenesí incontrolable se apodera de mí y el cuerpo del médico termina hecho jirones entre mis dientes, pero yo aún tengo hambre, sed y ganas de sentir como la suave piel sede ante mis mordidas.

Al final resulta que yo también soy uno de ellos. Uno de los monstruos que transitan por la ciudad en una caza interminable. Las bestias que se vuelven incontrolables una vez que prueban la sangre.

Ahora que sé porqué me siento así, cinco meses de insomnio y hambre se terminan hoy. El festín está por comenzar.

Andy Nava.

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